Por Mario Gatti, terapeuta Gestalt, miembro Titular de la AETG y autor de la tesina «Homofobia y Terapia Gestalt». Imparte talleres de trabajo con la homofobia interiorizada para personas LGTB, talleres afectivo sexuales para hombres gays y bisexuales y talleres de trabajo con la homofobia para psicólogos, terapeutas y otros profesionales de ayuda.
Durante los sanfermines de 2016 en Pamplona se montó un dispositivo de prevención de las agresiones sexuales.[1] Aun así, una joven fue arrinconada en un portal por cinco hombres que la violaron sucesivamente, mientras uno de ellos iba narrando en directo por wasap la «proeza», que grababan.[2] Meses después se reveló que cuatro de ellos habían agredido en Pozoblanco (Córdoba) a otra mujer que desistió de denunciar porque el policía de guardia no le creyó.[3]
El abuso del cuerpo de las mujeres es sólo una manifestación más de nuestra visión de las relaciones entre los sexos. ¿Qué pensamos de la masculinidad? Este artículo pasa revista a los introyectos sobre lo que es ser un hombre con que nosotros y nuestros pacientes hemos crecido.
Claudio Naranjo, apuntando a que el patriarcado fue un aliado del intelecto desde sus inicios, señala que:
Cuando uno le dicta a la gente lo que tiene que pensar, de alguna manera ejerce ya una clara impronta sobre lo que las personas hacen con sus palabras y demás actos. Si controlo el pensamiento del otro, también lo controlo, pues su pensamiento ha de ser más o menos coherente con lo que siente y lo que quiere.[4]
Tras cada creencia introyectada hay desde luego alguien concreto a quien el paciente pondrá rostro; o un grupo, o la sociedad en que vivió o vive. Mi propósito es no obstante presentar la estructura de nuestros introyectos y profundizar en sus implicancias, a fin de facilitar un encuadre a los terapeutas con que abordar las situaciones específicas.
«Todo cambia», dice la bellísima canción de Numhauser, y los cambios pueden hacer que los introyectos se vuelvan poco o nada funcionales y fuente de dolor, al punto de motivar a muchos hombres que se sienten descolocados a asistir a terapia. Espero que mi trabajo contribuya a hacernos menos cómplices y menos víctimas del patriarcado.
El artículo parte de la toma de conciencia de la desigualdad entre varones y mujeres, y me propongo a continuación esbozar los rasgos del sistema sexo-género. Describiré después el modelo de masculinidad hegemónico, con los apoyos y las creencias que lo sustentan y conforman, y algunos daños colaterales que produce, para concluir postulando un esquema superador del mismo.
El sistema sexo-género
En los tiempos en que las mujeres empezaron a reivindicar sus derechos políticos, los argumentos bíblicos que hasta entonces las discriminaban dieron paso a los enunciados científicos.[5] Estos justificaron las diferencias sociopolíticas entre mujeres y hombres basándose en la diversa anatomía de sus cuerpos y en la conducta observada de los óvulos y espermatozoides en el momento de la fecundación.
A mediados del siglo xx, cuando Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo que «no se nace mujer, se llega a serlo»,[6] visibilizó un espacio para la cultura en la construcción de la diferencia de los sexos, en el que las características consideradas como femeninas no derivaban ya de su naturaleza biológica sino que eran adquiridas.
El siguiente paso fue dado por los médicos al tratar a las personas intersexuales —antes denominadas pseudohermafroditas—, a quienes reasignaron un sexo identificable como «macho» o «hembra» en el momento del nacimiento, mediante cirugía, hormonas y terapia psicológica. Estas acciones reafirmaron el binarismo y con él, la idea de complementariedad entre mujer y hombre. El grado de «éxito» alcanzado hizo presumir a los médicos involucrados que el sexo traído al nacer no era tan determinante de los roles de género y los comportamientos sexuales. Ya en 1952 John Money declaró que «el comportamiento sexual o la orientación hacia el sexo macho o el sexo hembra no tiene un fundamento innato».[7] Tres años después, Robert Stoller propuso distinguir el sexo biológico de la identidad sexual, entendida como el hecho de percibirse hombre o mujer y actuar en consecuencia, una distinción que desde 1968 denominó sexo y género.[8]
De esta manera no sólo fue cuestionada la causalidad del sexo sobre el género, sino también la primacía de la (hetero) sexualidad postulada por Krafft-Ebing a fines del siglo xix, cuando sentó las bases de la sexología. Él había sostenido que la finalidad procreativa del coito «natural» entre hombre y mujer se mantenía fuera de la conciencia. Y que el instinto sexual heterosexual designaba lo opuesto al «instinto sexual patológico» y al «instinto sexual contrario». Definió a todas las «patologías» sexuales como una perversión del instinto sexual o una inversión de identidades, y sólo consideró aceptable la heterosexualidad, basada en la diferencia sexual.[9]
A principios de los años setenta, Ann Oakley y otras feministas extrajeron las consecuencias del cambio: «Ni el deseo sexual, ni el comportamiento sexual, ni la identidad de género son dependientes de las estructuras anatómicas, de los cromosomas o de las hormonas. De ahí procede la arbitrariedad de los roles sexuales».[10]
Sin embargo, dichos roles sexuales habían sido tenidos hasta entonces como la continuación de la diferenciación «natural» de los papeles sociales. Se evidenció que la «complementariedad» entre hombre y mujer era un modo de enmascarar relaciones asimétricas entre los sexos.
Por este camino, el feminismo constató las diferencias sociales entre los géneros y la dotó de un contenido político, que Lourdes Benería enunció así:
El género es el conjunto de creencias, rasgos personales, actitudes, sentimientos, valores, conductas y actividades que diferencian a hombres y mujeres a través de un proceso de construcción social. […]
Este proceso histórico se desarrolla a diferentes niveles tales como el Estado, el mercado de trabajo, las escuelas, los medios de comunicación, la ley, la familia y las relaciones interpersonales. […] Supone la jerarquización de estos rasgos y actividades de modo que a los que se definen como masculinos se les atribuye mayor valor.[11]
Tanto esas representaciones como los atributos simbólicos de lo masculino y lo femenino se ven como fruto de la socialización y no de la naturaleza de las personas.
Respecto al concepto de sexo, desde los años ochenta se cuestiona que el género sea el contenido cambiante de aquel, porque esa idea deja al sexo como una entidad inmutable y ahistórica cuya realidad sería insoslayable. Se analizó la evolución histórica de las definiciones de sexo y el concepto científico tanto de sexo como de proceso de sexuación. A lo largo de la historia, el fundamento de la distinción entre «machos» y «hembras» se ha ido ubicando sucesivamente en el temperamento, las gónadas, las hormonas y los cromosomas. Al tomar en cuenta estos cuatro elementos se puso en evidencia lo difícil de reducirlos a sólo dos categorías de sexo.[12]
Estos aportes del feminismo fueron la reacción necesaria a un pensamiento focalizado en el hombre, tomado como la medida de lo humano. Michael Kimmel[13] enumera las contribuciones del feminismo a los estudios sobre la masculinidad. Primero, al hacer visible el género como un entramado de relaciones de poder y desigualdad entre hombres y mujeres, dio más conciencia del estatus de lo masculino. Segundo, al contemplar la homofobia como uno de los principios organizadores de lo masculino, nos ayuda a ver cómo se construye la masculinidad.
El tercer aporte fue la diversidad: El feminismo señaló la diferencia entre las mujeres blancas y de color, urbanas o rurales, del mundo desarrollado o en vías de desarrollo, para constatar luego que esas variables también alteraban el concepto de lo masculino en el tiempo y el espacio, favoreciendo la acogida de las «masculinidades». Por supuesto, por encima de estas diferencias se puede construir un concepto de masculinidad y caracterizar el prevaleciente. Aún hoy sigue existiendo una estructura que actúa como referente para la construcción de las identidades masculinas, la masculinidad hegemónica (MH), a cuya vera los demás modelos se revelan minoritarios y periféricos.
El modelo de masculinidad hegemónica
Según Gutmann, los antropólogos usan el concepto de masculinidad de (al menos) cuatro maneras distintas:
- cualquier cosa que los hombres piensen y hagan;
- lo que piensen y hagan para ser hombres;
- algunos son considerados «más hombres» que otros; y
- la masculinidad es cualquier cosa que no sean las mujeres.[14]
En el término «masculinidad» confluyen dos paradigmas naturalizados: la superioridad masculina y la heterosexualidad.[15] Esta naturalización de los mitos acerca de los géneros es la que fundamenta su poder de configurar la realidad, pues creer en lo «natural» de la desigualdad de hombres y mujeres tiene como efecto que se acepte —dentro de cada mente y sin imponer la fuerza bruta— un conjunto de creencias de lo que significa ser un «auténtico» hombre.
El modelo de MH emana del patriarcado[16] y lo legitima. Es una pieza clave de la desigualdad y la dicotomía inherentes a él. Actúa estructurando las identidades individuales y sociales masculinas, al señalar un horizonte utópico hacia el que cualquier hombre debería orientarse «naturalmente».
Sintetizando la obra de diversos autores, Bonino[17] sostiene que la MH:
es una matriz generativa, un molde vivo (que moldea y limita), un formato organizador, un sistema normativo obligatorio, complejo, omniabarcador y absolutista-excluyente, un reglamento por el que el cuerpo social ordena lo que debe ser —y no ser— un hombre a partir de portar los cromosomas XY y/o ser nombrado como niño —y no niña— al nacer. Y es también un mapa orientador que indica el camino y pasos para cumplir ese cometido, una guía a lo largo de la cual se encarrila el desarrollo masculino, un modelo a seguir y una marca que ubica a los hombres de cualquier origen y desarrollo en una posición relacional ante las mujeres.
La MH conlleva una jerarquía de valores que se traduce en mandatos sociales prescriptivos y proscriptivos, cuyo efecto es propiciar o desalentar cualidades, atributos, demandas sociales de y hacia los hombres, definiciones de los otros y otras, y modos de vivir. Esos valores se expresan en unas pocas creencias sobre lo que un hombre debe ser y hacer, encajando con lo que la sociedad prescribe y proscribe a las mujeres en términos de feminidad hegemónica. Esta estructura no es totalmente coherente, tiene algunas contradicciones y evoluciona en el tiempo.
La MH condiciona el modo de vida adjudicando lo valioso de una cultura a los hombres. Su poder organizador del psiquismo y el cuerpo masculinos interactúa con la edad, etnia, clase social y orientación sexual para producir sus efectos, a saber: los hombres son dominantes e «independientes» y las mujeres, frágiles y dependientes. Que algunos se opongan a esta estructura no le quita eficacia. Que los hombres salgan beneficiados no implica que no paguen un coste, como vemos a diario en nuestras consultas.
Esta cosmovisión preexiste al nacimiento, con la ecografía que anuncia un sexo y no otro. Una vez nacido, el varón puede captar su superioridad por diversas vías. Percibe la importancia del padre en el grupo doméstico, y la de su madre por haber alumbrado un varón. Quizá reciba un trato preferente respecto a las mujeres; el refuerzo a lo que haga: «es todo un hombrecito» suele ser más intenso que el «es toda una mujercita». Puede que sea sobreexigido o disculpado por ser varón. O percibir en las personas próximas la mayor pluralidad y vistosidad de las ocupaciones de los varones; en los medios de comunicación, que los roles de mando están en manos de hombres; y en la cumbre de lo sobrenatural, que Dios es un hombre.[18] El rol de la publicidad en determinar lo que es de niña o de niño es tan profundo como difícil de eludir. Y cuando comparan el conjunto de los hombres de la Historia con de las mujeres, es más vistoso el primero.
La pandilla de amigos le va moldeando en su comportamiento de varón. Lo avalan aunque se sienta inseguro y va cumpliendo con los roles que se esperan de él, con tal de pertenecer y ser aceptado: primero jugar al fútbol, ser bruto; luego beber alcohol, fumar tabaco, marihuana…
Las criaturas se van identificando —o no— con eso que se espera de ellas, y el resultado final es que han introyectado los valores de la masculinidad. Incluso quienes no se reconocen en ellos ni total ni parcialmente.
Ahora bien, esta división de la humanidad en «hombres» y «mujeres» sólo es posible a partir de dos importantes distorsiones cognitivas. Una es percibir a hombres y a mujeres como más semejantes entre sí de lo que en realidad son, como si «los hombres» y «las mujeres» fueran grupos homogéneos, y eso que une a cada grupo, tan característico que minimizaría cualquier otra diferencia, incluidas las de raza, clase y orientación sexual.
La segunda consiste en exagerar las diferencias entre los dos grupos. Como si no hubiera «hombres» que, por los rasgos de su personalidad —algo que trasciende la orientación sexual— se parecen más a algunas mujeres que a otros hombres, y viceversa. La miopía aquí está al servicio de afianzar la supuesta complementariedad.
Pilares de la masculinidad hegemónica
Para Bonino, la MH se apoya en cuatro ideologías:
- La patriarcal, que postula al padre con poder sobre hijos y mujeres, y afirma el dominio masculino del mundo.
- El individualismo de la modernidad, que vuelve ideal al sujeto centrado en sí, autosuficiente y racional, que impone su voluntad y hace valer sus derechos. Excluye a las mujeres de ellos presuponiendo un varón blanco, cristiano y occidental, que establece relaciones de paridad y jerarquía con los iguales.
- La exclusión y subordinación de la otredad, con la satanización o eliminación del distinto: de otra raza, otra clase, otro país, otro barrio.
- El heterosexismo homofóbico, cuyo sujeto ideal es quien realiza prácticas heterosexuales y rechaza las homosexuales, especialmente en su posición pasiva.
Cuando lo humano se define a partir de lo masculino, el resultado es la atribución a los varones de su monopolio, quedando sus valores definidos como masculinos, excluyendo a las mujeres. Esos valores, que se presentan como meta, pueden resumirse en «la dominancia, el poderío visible, la actividad, la racionalidad, la individualidad, la eficacia, la voluntad de poder, la certeza y la heterosexualidad».[19]
Definir la masculinidad de esta manera erige una jerarquía donde lo masculino ocupa el cénit y se delimitan los significados de los «no hombres»: las mujeres y aquellos hombres que no cumplen los requisitos.
Caroline New describe este entramado patriarcal como un conjunto de relaciones jerárquicas entre los hombres que les permiten dominar a las mujeres. Sostiene que los hombres, oprimidos en tanto que trabajadores, tratan con frecuencia de dar sentido a su actividad profesional recurriendo a ideas y prácticas opresivas para las mujeres. Ambas opresiones son funcionales la una a la otra y pueden darse aunque no haya un grupo opresor definido.[20]
Las creencias de la MH
Las afirmaciones irracionales y falaces de la MH la sociedad las tiene por verdades evidentes e ideales sociales de la masculinidad. Estas creencias formatean la identidad masculina y los valores inherentes a ser —o no ser— un hombre. Bonino señala cuatro: 1) la autosuficiencia prestigiosa, 2) la heroicidad belicosa, 3) el respeto a la jerarquía, y 4) la superioridad sobre las mujeres y la oposición a ellas. Señalan hacia dónde hay que apuntar para ser un hombre adecuado.
1) Autosuficiencia prestigiosa
Responde a los mandatos de valerse por sí mismo sin necesitar de nadie, teniendo éxito, destacando, siendo importante y visible en el ámbito público, controlando y controlándose, y siendo responsable de los que dependan de él, a quienes debe proteger. El hombre se realiza trabajando. No puede ser uno más, y efecto de su potencia es ser fértil.
No basta con tener estas cualidades sino que deben mostrarse y demostrarse: el varón protagonista, prestigioso, con sabiduría y ambición. Y lo que queda en el otro polo debe evitarse, especialmente ser impotente, fracasado, dominado, despreciado o inútil.
En esta creencia, el otro es un objeto a su disposición, o un sujeto minorizado, a proteger. Abstracto y lejano, en todo caso, de modo que no pueda descubrir las posibles «fallas» y destruir la ilusión de autosuficiencia. Este rasgo «independiente» de la identidad masculina lo fomentan las figuras parentales desde la crianza, promoviendo la discontinuidad y diferencia de las figuras de apego y unas precoces individuación del bebé, separación de lo vivido como femenino y apropiación del espacio público.
2) Heroicidad belicosa
Ser hombre es ser un luchador valeroso, un héroe. O al menos, un deportista.[21] Y la vida es un desafío, un camino de proezas en una lucha constante. Esta creencia promueve la competitividad, tan cara a nuestro sistema económico, el control (que se asocia al poder), la inhibición del miedo, la impasibilidad y anestesia emocional, la agresividad, la osadía, el cuerpo como herramienta y la violencia como recurso eventual. Por oposición, queda proscrito para los hombres ser —y mostrarse— débiles, frágiles, cobardes o derrotados. Obviamente se trata de un potente estímulo a las tendencias narcisistas ya descritas en su día por Lowen.[22]
El otro no es de fiar; un sujeto potencialmente peligroso, enemigo o competidor. Si se trata de un hombre, es un aliado en la participación de lo público, que es el territorio masculino, y digno de respeto. La mujer es objeto eventual de conquista y dominación, o público para aplaudir las hazañas masculinas.
Esta creencia fomenta la delimitación de identidades individuales y grupales de autodefensa, y avala la conquista y la lucha expresada en guerras y competiciones deportivas, pudiendo llevar al sacrificio de vidas propias y ajenas en aras del honor personal, de la patria o de una causa.
3) Respeto a la jerarquía
Ser un hombre es adquirir un lugar prominente dentro de una estructura jerárquica masculina, en la que se puede ascender por obediencia. Los mandatos son obedecer a la autoridad y, cuando se está arriba, ejercerla, dando órdenes a los subordinados. Quedan proscritas la rebelión y la desobediencia.
Esta creencia nos ata a una vida sometida y burocrática, incluso de humillaciones, con la ilusión de que algún día seremos autoridad, dueños de algo. Michael Kaufman señala que los ideales dominantes se adecúan a los márgenes que cada grupo social pone a su alcance; pudiendo ser destrezas físicas en un grupo, musicales en otro, dialécticas en un tercero…[23]
La obediencia lo es también a los ideales grupales propios de la masculinidad. Y como entre dichos ideales está la heterosexualidad, se considera a los no heterosexuales en un escalón inferior, lo cual cimenta la homofobia.
Una obediencia que se debe a cualquiera que esté por encima; de ahí las novatadas universitarias. Claro está que hay casos en que se justifica la rebeldía, pero son poco frecuentes. Por eso, al no poder aplicarse apenas al universo masculino, su satisfacción se desplaza hacia la cuarta creencia.
4) Superioridad sobre las mujeres y oposición a ellas
Ser hombre es adquirir superioridad frente a las mujeres, tener autoridad sobre ellas y no parecerse a ellas ni a los hombres considerados «menos masculinos» (que incumplen los mandatos de la MH). Es hacer lo que las mujeres no hacen y no hacer lo que las mujeres hacen. Esto da, en este imaginario, derecho al dominio sobre las mujeres, mayor derecho que ellas al mundo simbólico y material, al control de la sexualidad femenina y a una heterosexualidad promiscua y ambivalente, con deseo/temor hacia la homosexualidad, que sólo se usa como insulto en «vete a tomar por el culo» y no a «vete a dar por culo».[24]
Ser varón es no tener lo que la cultura atribuye a las mujeres: vulnerabilidad, pasividad, dulzura, emocionalidad, empatía, intimidad. Y también, carecer de lo que se atribuye a los niños y homosexuales; de ahí que, según Badinter,[25] se defina al hombre por lo que no es: ni niño ni mujer ni homosexual. Se fundamentan así tanto la misoginia como la homofobia. Esta creencia valoriza el ser dominador, activo, macho y heterosexual, por oposición a ser dominado, pasivo, mariquita, calzonazos, homosexual. No es que los hombres carezcan de vulnerabilidad o empatía. Simplemente, intentan reprimirla.
El patriarcado construyó a la mujer como inferior —es la idea central del machismo— en tanto que algo a dominar y conquistar, con quien relacionarse sexualmente. Apta para servir, cuidar, apreciar o despreciar. Y, sobre todo, muy polar: idealizada o amenazante; madre, prostituta o bruja. Fingiendo ignorar el trabajo que suponen las «tareas domésticas» que el hombre suele eludir, reservando para lo masculino el espacio público y la producción y, para las mujeres, el espacio privado y la reproducción.
Téllez y Verdú[26] reseñan que para Moore y Gillete,[27] «el patriarcado nace de un impulso de poder adolescente cuya aspiración es el dominio de aquello que se teme. […] Es en realidad un “puerarcado”, dada la naturaleza infantil del impulso egocéntrico».
Weeks[28] señala que los hombres han subordinado la sexualidad femenina con la dependencia económica y social, su poder de definir la sexualidad, las limitaciones inherentes al matrimonio, las cargas ligadas a la reproducción y la persistencia de las violencias acometidas por los hombres a las mujeres. La superioridad así construida se transmite entre generaciones, en una socialización que fomenta la heteronormatividad y una relación conflictiva con lo femenino que llega al repudio, mientras desalienta la cooperación entre los géneros.
Para Marquès,[29] sin embargo, lo que se postula es la complementariedad, donde el varón espera que la mujer realice las tareas que él no quiere o no puede asumir, tenga sentimientos y habilidades que a él le faltan, y se encargue de las tareas de comunicación que él no puede atender. La sociedad patriarcal le permite a las mujeres —según él— desempeñar roles masculinos siempre que lo hagan con discreción. La mujer se convierte así en una prótesis del hombre, con la consigna de pasar inadvertida para que él no se sienta incómodo y pueda creer que cumple como varón.[30]
Creencias existenciales
Derivan de las creencias matrices, y apuntan a la ubicación vital del varón:
- Posesión de una identidad privilegiada, por la que ser hombre implica estar en el lugar de mayor valor y derechos a la autoridad, poder, razón y saber.
- Posesión de una esencia masculina a conquistar y a demostrar. Es algo paradójico, porque se da como natural, pero se debe obtener. Los hombres somos impelidos a demostrar la virilidad continuamente, quedando en segundo plano la presencia real. La problematización e inferiorización de los no hombres es una estrategia fundamental para este alarde de la masculinidad propia.
- Mujeres y hombres somos esencialmente diferentes. Los hombres tenemos semejanzas estructurales, al igual que las mujeres entre sí, lo que nos impide aliarnos con ellas.
Toda la superestructura de creencias se sostiene en los ideales intrapsíquicos, las defensas de rechazo a los antiideales y los hábitos adquiridos durante el proceso de masculinización. Para Bonino, ningún hombre queda exento de su influencia organizadora, dado que no hay nada equivalente que oponer. Los intentos de cambiar la MH suelen limitarse a no ser como ella indica. El premio por acatarla es el reconocimiento de su superior masculinidad por parte de los demás hombres.
Daños colaterales de la MH
Los dividendos patriarcales no son gratuitos. Como hemos visto, las niñas y los niños quedan encerrados en ciertos roles. El modelo mítico de «lo masculino» es inalcanzable, luchar por él genera estrés. Si un niño da la lucha por perdida, es castigado con insultos, empezando por el de «maricón», que ya es en sí un incentivo para el acoso escolar. Darse por vencido de adultos es perder categoría.
La masculinidad genera un coste a nivel emocional, porque aunque permita la ira, la agresividad, los celos y la violencia en los varones, también les genera mucha vergüenza y miedos, empezando por el de no dar la talla.
Y junto con eso, hay una anulación del dolor —«los chicos no lloran»—, a riesgo de ser llamado «nenaza»… Pasan cosas parecidas con la ternura, la fragilidad, etc. Anne Verjus subraya lo que significa la insuficiente valorización de la capacidad de los hombres para tomar a su cargo la educación y crianza de sus hijos.[31]
Esa mutilación emocional genera insatisfacción y daña la relación con los demás y con uno mismo, que pasa entonces a menudo por el control —de sí mismo y de los demás— o la violencia. Para Kaufman,[32] con tanto reprimido, los hombres perdemos el sentido común emotivo y la capacidad de cuidarnos. Los sentimientos y emociones reprimidos nos dominan, y aparecen en la violencia contra las parejas, los homosexuales, las minorías étnicas, los indigentes, etc. También pueden dirigirse contra uno mismo, como autodesprecio, enfermedad física o adicción.[33]
Los varones estamos sobrerrepresentados cuando se mide el fracaso escolar, la población carcelaria, los accidentes de tráfico, la tasa de suicidios y la de mortalidad en general. Pero también cuando se estiman las mayores fortunas del planeta. Cuando se dice que el 1% acumula la mitad de la riqueza del globo, casi todo ese 1% son hombres.[34]
Kimmel[35] sostiene que el sexismo funciona para los hombres como grupo pero no en tanto que individuos, ya que se sienten manipulados por sus familias y sus jefes. Hay una sensación de pérdida del poder —y por ende, de masculinidad—, aunque mantengan la idea de su derecho a tenerlo. El recurso a la violencia es una forma de restaurarlos a ambos.
Otras alternativas pasan por fortalecer el cuerpo, muscularlo, tomar incluso esteroides pese a los riesgos que conllevan. La globalización ofrece la posibilidad de emigrar y los hombres lo hacen en mucha mayor medida. Y siempre está el recurso residual de la exclusión: a los inmigrantes, las mujeres, los LGBT, los de otra raza…
Quiero señalar que la MH también influye sobre los no heterosexuales, es imposible sustraerse a su efecto como modelo social. Es particularmente visible, entre los varones no heterosexuales de hoy, el menor valor atribuido a lo femenino. Las redes sociales y las múltiples aplicaciones de ligue permiten constatar claramente que «la pluma» no es apreciada, que se ostenta la masculinidad propia mucho más que su carencia, etc. Como resultado, en muchos casos se opta por maximizar el afeminamiento, incluso como desafío, y en otros, con más frecuencia, la virilización.[36]
Langarita[37] señala los efectos de construir la homosexualidad masculina en torno al imaginario de la fiesta, la promiscuidad y la diversión. Pues si bien puede dar un respiro a muchos gais, genera tres equívocos:
1) invisibiliza el dolor de todos los que han vivido con miedo, agresiones, bullying, exclusión…;
2) la fiesta excluye a quienes no la pueden pagar y los margina dentro del colectivo; y
3) el sujeto convocado a la fiesta es joven, sano y con un tipo de cuerpo que excluye a cuerpos no normativos y a las mujeres.
Por los tres caminos se facilita la integración de aquellos que cumplen con los ideales de la masculinidad.
La idea de que los hombres no queremos un compromiso afectivo repercute en la frecuente disociación entre afectividad y sexualidad.[38] Ello, sin perjuicio de que cuando dos hombres dan muestras de afectividad en público, se exponen con demasiada frecuencia a ser agredidos. «Dos chicos dándose un beso suponen una traición al concepto de masculinidad», explica un miembro de una ONG que recibe las denuncias de las víctimas, de las cuales sólo un 12 por ciento llega a las comisarías.[39]
En relación a las lesbianas, ya discriminadas en tanto que mujeres, la MH minusvaloró por ello su sexualidad, y no aceptó tampoco su capacidad de actuar como sujetos. El resultado fue negarles su corporeidad, invisibilizándolas. Un eclipse transitorio, pues luego las reinventa en el porno, al servicio de la mirada del varón heterosexual.[40] Para Zanotti, estas miopías de la mirada masculina han contribuido a que la identidad lésbica esté aún hoy menos desarrollada que la identidad gay.[41]
Si por un lado, la masculinidad nos obliga a inhibir lo femenino que haya en los varones, por otro lado, atribuir primacía a los valores «masculinos» hace que el ascenso de las mujeres sea muchas veces en base a esos valores, con lo que no ampliamos los valores relevantes para la humanidad. En La agonía del patriarcado, Claudio Naranjo[42] retoma a Tótila Albert, indicándonos un camino: «El equilibrio interno es lo que puede salvarnos de la conciencia patriarcal y de todas sus funestas consecuencias».
Un horizonte posible
El cambio pasa por transitar hacia una masculinidad no dominante, es decir, no sexista ni racista ni homófoba, dialogando con los colectivos involucrados para construir una nueva masculinidad que al menos sea más plural.
Kimmel y Kaufman son partidarios de mostrarnos a los varones cuánto tenemos a ganar con la igualdad de género. No sólo mejorarían las relaciones con las mujeres y con otros hombres, sino también con nuestros hijos, algo que realmente vale la pena. Ser mejores padres pasa por estar más tiempo en casa en contacto con nuestra familia, y no por estar siempre trabajando alienado, fuera o dentro de casa.
Necesitamos educar en el respeto al cuerpo ajeno. La legislación protectora de las mujeres no alcanza: es necesaria la combinación del ejemplo de los varones adultos y la educación de los más jóvenes para que estos aprendan que no tienen derecho al abuso sexual ni aun con la coartada de la ebriedad. De la misma manera, no podemos seguir culpabilizando a cada mujer de las agresiones que padeció, sea por «provocar», por «no cerrar bien las piernas», o por «no ser clara en su negativa». Convendría interiorizar que ser varones no nos da derechos ni obligaciones que no tengamos como personas, y son los mismos que tienen las mujeres.
Kaufman[43] plantea interesantes preguntas conectadas: ¿Cómo animar a entender a los hombres que apoyar al feminismo significa cambios en sus vidas personales? ¿Cómo podemos unir las luchas contra la homofobia y contra el sexismo?, ¿y cómo hacer entender en la práctica que la homofobia es uno de los factores principales que promueven la misoginia y el sexismo entre los hombres? Su respuesta es que debemos partir del reconocimiento de la centralidad del poder y el privilegio masculinos y entender la necesidad de desafiar este poder. Reconocer que la construcción social y personal de ese poder es la causa de la confusión, la alienación y malestar sentidos por los hombres actuales, así como una fuente importante de homofobia.
La homofobia es central en la construcción del sexismo; sin embargo son muchos los hombres convencidos del feminismo que no ven la necesidad de combatir la homofobia, y de ese modo interrumpen la construcción de la igualdad. Del mismo modo, la lucha contra el racismo, el antisemitismo y los privilegios de clase es parte integral de la lucha por transformar las relaciones contemporáneas de género. «Nos permite relacionarnos, con sentimientos de empatía, con toda la gama de problemas en las experiencias masculinas, y comprender que el poder de los hombres no es lineal y que está sujeto a una variedad de fuerzas sociales y psicológicas», apunta Kaufman.[44]
La deconstrucción de la masculinidad hegemónica se verá facilitada si los hombres somos capaces de ver el precio que pagamos por mantener el privilegio simbólico que detentamos. El patriarcado no es sólo un problema para las mujeres, está al servicio de las desigualdades en todo el planeta, legitimándolas.
Nuestra profesión nos suele poner delante de personas que sufren, su cambio es parte del cambio global y nuestro trabajo, una oportunidad para mejorar también nuestro mundo.
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